Este cuento está publicado en la antología "Por amor al arte V" de la editorial Novelarte
que me otorgó una mención especial del Jurado en su concurso del 2018.
Es la pregunta
del millón que me quedó resonando en la mente cuando el oculista, al grito de:
“¡No la estrangules!”, saltó de su asiento y me separó las manos que estaban,
como garras, peligrosamente cerca del cuello de la distinguida señora.
En ese momento
tomé conciencia de la tensión de mi cara y del blanco que se me había producido
en la cabeza. ¿Cómo llegué allí? Recordaba con claridad que el médico me había
llamado para que sostuviera la cabeza de mi suegra quien, buscando siempre ser
el centro de cuanto sucediera a su alrededor, no se quedaba quieta y se
arriesgaba a terminar con un ojo de menos.
Es cierto que ya
había fantaseado varias veces con matarla. Pero ese día había sido distinto.
Desde temprano me había dado cuenta de que empezaba a sentir el deseo
irrefrenable de asesinarla. No por odio, ni por venganza, cosa que hubiera sido
lógica y entendible, sino más bien como un acto de estricta justicia. Al fin y
al cabo, ella nunca me había querido, ni siquiera aceptado. Desde ya que la
señora hubiera preferido que su adorado primogénito estuviera casado con una
gran heredera, siguiendo el ejemplo de su hijo menor, que era su orgullo y la
niña de sus ojos.
“No me di cuenta
de que no te presenté a mis amigas”. “Todavía no me acostumbro a que mi hijo esté
con vos” y “a mi otra nuera es fácil hacerle regalos, pero nunca encuentro nada
como para vos”. Esas y otras expresiones de desprecio, mientras ponía cara de
nenita perdida, me tenían más que harta. Mi marido, además, ni siquiera
registraba esos comentarios, los tomaba como una gracia más de su “mamita”. Eso
sí, cuando había problemas, yo era “la buena”, la que se tenía que encargar de
resolverlos y sacar las papas del fuego, la otra nuera “no estaba para esas
cosas”.
Todos estos
pensamientos me acompañaron desde el desayuno. Ya sentada en el consultorio del
oculista, no podía concentrarme en otra cosa. Mientras el médico la atendía,
sólo podía imaginar el mejor método para desembarazarme de ella. ¿Y si le ponía
Malatión en el mate? No, el olor penetrante no se disimularía, mejor ponerlo en
un café muy concentrado, ¡ah, pero ella no tomaba café! ¿Disolverle un frasco
entero de Valium en la sopa? No sé si hubiera sido suficiente, si se salvaba,
no había forma de simular un intento de suicidio: toda la familia sabía que
ella odiaba los medicamentos en general y los calmantes en particular. Lo mejor
sería hacerlo al volver del consultorio, en la parada del colectivo que estaba
justo en la base de una colina que hace la avenida, los conductores bajaban a
toda velocidad y, por hábito, casi nunca se detenían allí. Como ella no iba a tener
la posibilidad de distinguir lo que pasaba, por las pupilas dilatadas, yo iba a
poder gritarle: “ahora” y no creía que pudiera sobrevivir a semejante choque.
En ese estado
mental me encontraba yo cuando me llamó el médico. Ella tomó como un chiste el
comentario de que estuve a punto de estrangularla. Pero yo me quedé preocupada
pensando que ni siquiera hubiera podido argumentar un estado de locura violenta
o algo parecido. Mi sensación había sido similar a la que se tiene al matar,
por simple reflejo, a un mosquito molesto.
Pensándolo bien,
si analizo mi historia, a mí, mis suegras nunca me quisieron, ¿seré yo, es algo
intrínseco a su condición, o la buena relación suegra-nuera no es más que una
fantasía inalcanzable?
Recuerdo a la
madre de mi primer novio. Nunca llegué a conocerla porque ella vivía a dos mil
kilómetros de distancia. En la primera carta que le envió a su hijo, desde que
se puso de novio conmigo, ya le estaba reprochando lo poco que iba a visitarla
y que seguramente “esa novia” se lo estaba impidiendo.
Con la madre de
mi segundo novio las cosas no se presentaron mucho mejor que digamos. Desde el
primer encuentro, en ese almuerzo de familia, con tíos, abuela y primos
presentes, quedó en claro que me detestaba, sólo por ser la novia de su “único
hijo”. Como por azar, quedé sentada frente a ella y su hija, al lado de la
abuela de mi novio que estaba en la cabecera de la mesa. La señora comenzó a denostar
a una amiga de su hija, recién casada, que odiaba que la suegra fuera todos los
viernes a la noche a instalarse en la casa de su hijo, con la excusa de
llevarle esa sopa tan rica que a él tanto le gustaba y que la esposa, por
supuesto, se negaba a cocinarle. ¡Qué vergüenza enojarse con tan amable señora
que viajaba en colectivo con semejante cacerola! La nuera debería ser más
comprensiva y tomarse unos minutos para pensar que esa pobre madre hacía tal
sacrificio por amor a su único hijo.
Por algún motivo
que desconozco, mi suegra se vio en la obligación de agregar que, cuando su
hijo se casara, ella iría a verlo todas las veces que le viniera en gana, sin
avisar y que nadie iba a poder negarle la entrada. También se ocupó de agregar
que aunque él estuviera de novio con un mono, aclarando que no era el caso,
ella jamás osaría decir nada.
Un silencio
incómodo se hizo entonces en tan amena reunión. No tuve mejor ocurrencia que
acotar que si yo hubiera sido la nuera en cuestión, ya le hubiera puesto la
cacerola de sombrero a mi suegra, y en el pasillo, para no ensuciar mi
departamento. Ante el estupor de la señora, mi novio saltó aplaudiendo mi
bromita, sin percatarse del odio pintado en el rostro adusto de su madre, que
me hizo la cruz de por vida. Él ni siquiera reparó en el comentario de su
“santa madre” con el que dejó sentado que entre todos tenían que comprar un
auto grande, porque ellos eran cinco y “siempre iban a serlo”. Con esas
palabras dejó sentado que no tenía yo ninguna posibilidad de formar parte de la
“sagrada familia”.
Así las cosas,
recorriendo mis pasadas relaciones y ese presente que me demostraba a las
claras, que con el incentivo necesario, cualquiera puede transformarse en
asesino, decidí cortar por lo sano. Un divorcio a tiempo previene muchos
inconvenientes.
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