Este cuento fue seleccionado por Letras con Arte
para formar parte de la antología "Viajeros"
Anita había
siempre soñado con conocer el glaciar Perito Moreno. Había visto innumerables
filmaciones donde se lo veía atravesando el lago Argentino, se escuchaban los
ruidos que anunciaban el desprendimiento de algún enorme trozo de hielo que se
hundía en las aguas del lago hasta que quedaba un puente de agua helada que
finalmente también se desmoronaba por completo. Entonces, las aguas divididas
por la intromisión del río congelado, volvían a unirse por algunos años hasta la
culminación del nuevo ciclo.
Nunca pensaba
en el frío que haría allí, total pensaba viajar en verano. El frío no le
gustaba, lo padecía en verdad; pero el glaciar ejercía en ella una atracción
hipnótica, como la de un amante que se conoce a distancia y cuyas promesas
encantan el alma con la ansiedad del encuentro.
Ese año
decidió que ya era suficiente, que tenía que emprender el viaje. Lo organizó
con varios meses de anticipación. En esa época no existía internet y sólo las
grandes empresas tenían computadoras. Todo se hacía por teléfono y tampoco era
sencillo ni rápido.
Así llegó el
día de la partida en avión, primero a Ushuaia, donde pasaría una semana. Luego
otro vuelo a El Calafate con escala en Río Gallegos.
El viaje se
reveló como una experiencia iniciática. Todas las etapas se sucedieron con la
precisión de un reloj suizo. Las excursiones en Tierra del Fuego habían
resultado muy interesantes y había conocido a dos muchachos muy simpáticos,
Mirko y Abel, con los que compartió varios trayectos. Pero Anita no veía la
hora de hacer el viaje de sus sueños. Cuando llegó el momento, las casualidades
hicieron que ella coincidiera con sus nuevos amigos en el mismo vuelo.
El Calafate
era entonces una pequeña aldea de cuatro o cinco cuadras de largo por dos de ancho. Una pizzería y un par de bares era
casi todo lo que “animaba” el centro.
El segundo
día, los tres tomaron una excursión hacia el Perito Moreno, en una combi que
compartían con otros cinco viajeros. En el parque nacional apenas había un
café, no muy grande ni lujoso. El hotel que daba al lago se había incendiado
años atrás y todavía no había sido reconstruido. La naturaleza se mostraba
salvajemente indomable. El vehículo se detuvo en un mirador desde el cual se
descubría el glaciar en todo su esplendor: una enorme, majestuosa barrera de
hielo que atravesaba el lago y se internaba en el continente. La luz del sol
jugaba sobre la superficie helada, reflejándose como en un enorme caleidoscopio
de tonos azules.
Mirko y Abel
decidieron seguir a pie desde allí, ambos eran avezados montañistas. Anita
siguió hasta la parada final, con los otros turistas.
Ante la
inmensidad del glaciar, ella comprendió la fascinación que ejerce en las mentes
de los que lo observan. Era como haber girado en un recodo del camino y
encontrarse inmersa en la prehistoria del planeta. El magnetismo de la masa de
hielo la atrajo sin ningún filtro. Iba sola por un sendero en lo alto, frente
al lago, Tropezó con una piedra justo en el borde de la ladera que caía casi a
pico. Empezó a descender, a cada paso con mayor velocidad. No había de dónde
agarrarse, nadie a su alrededor. Recordó la historia del equipo de filmación
alemán, que había sido arrastrado al fondo del lago por el vacío que se forma al
caer algún trozo de hielo muy grande; ellos se habían ubicado imprudentemente
cerca para realizar unas tomas.
Por un
instante, sintió una enorme paz interior. Ante lo inminente, sólo atinó a
relajarse y encomendarse a lo que fuera que maneje los hilos del destino. De
repente apareció un hombre vestido como uno de esos leñadores de las películas,
desmesuradamente grande. La tomó por los hombros y frenó su caída. Anita seguía
serena, como si lo sucedido fuera algo habitual en su vida. El hombre se
aseguró de que estuviera bien plantada en el camino y, en un abrir y cerrar de
ojos, desapareció tan misteriosamente como había surgido.
Después, los
lugareños le contaron que hechos semejantes suelen ser más frecuentes de lo que
se cree en esa zona, ya que los ángeles suelen bajar del cielo usando las
montañas circundantes como escaleras. De ser necesario, se materializan en
diversas formas ante los ojos de quienes estén preparados para verlos.
─¡No podés
creer semejante cosa! ─dijeron Mirko y Abel cuando horas más tarde volvieron a
encontrarse. ─Te habrás insolado o tenías resaca de la cerveza de anoche.
Anita no
discutió con ellos, se limitó a sonreír mientras jugueteaba con la pluma blanca
que había quedado enganchada en el pliegue del puño de su campera.
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