jueves, 10 de enero de 2019

NIEBLA EN EL TORREÓN

Este cuento recibió una mención especial del jurado en el Concurso Internacional
Abrazando Palabras 2016, organizado por el Instituto Cultural Latinoamericano.

Tarde de lluvia en Mar del Plata. Frío y lluvia en pleno enero. ¿Quién iba a imaginar un clima así en esta época del año?
Y después hablan de calentamiento global, más bien parece que está por llegar otra era del hielo.
En general la gente no espera mal tiempo cuando va a la playa en verano, todo lo contrario, más bien tiene la idílica fantasía de vacaciones de ensueño donde el sol, la arena blanca y la temperatura agradable hacen de los días al borde del mar un momento de disfrute absoluto y de armonía paradisíaca…
Sin embargo, esta temporada se había empeñado en complicarle la vida a Susana. ¡Tanto que había planeado este viaje! ¡Tanto que necesitaba tirarse al sol y pensar en NADA! ¡En una NADA invasora y total que ocupara todo su  cerebro y le evitara el tormento de enfrentar su vida sin Alfredo.
Alfredo. Sólo mencionar su nombre le causaba un dolor punzante que le atravesaba el pecho como un cuchillo al rojo vivo.
¡Alfredo! ¿Por qué tuviste que irte así, de esa forma tan absurda? ¿Te olvidaste de tu promesa de no morirte antes que yo? ¿Te acordás? Caminábamos por el parque al atardecer, charlando, riendo, como siempre, aún después de décadas éramos tan felices y de repente te desplomaste a mi lado tomándote el pecho con las manos ¿Un infarto? ¡Imposible! Acababas de hacerte un chequeo y derrochabas salud.
Alfredo, ¿qué te pasa? ¿Qué es ese río de sangre que corre entre tus dedos? ¡No! ¡No podés morirte! ¡Díganme que no es cierto, que es una broma de mal gusto!... ¡No es posible! ¡Noooo!
 Pero Alfredo estaba irremisiblemente muerto.
En un balcón cercano una pareja había estado discutiendo acaloradamente, el hombre sacó un arma, forcejearon y el disparo que se escapó sin herirlos terminó en el corazón de Alfredo. Al mismo tiempo una nube negra envuelve la mente de Susana y la aísla de esa desesperación desgarrante, de la realidad que se niega a aceptar.
¿Cuánto tiempo pasó internada, atiborrada de calmantes que la ayudaban a no pensar? Meses. Largos, interminables y dolorosos meses. De tanto en tanto alguna voz lograba atravesar la niebla que le envolvía la mente con algunas palabras sin sentido: “La vida continúa” “Pensá en tu hijo” “Ya tendrás nietos que van a traerte alegría”…
¿Mi hijo? Sí, claro, Ricardo, lo quiero mucho, sí, pero no remplaza al hombre de mi vida, a mi Alfredo. Con él lo compartía todo, nuestra complicidad era la envidia de muchos, nos amábamos, nos comprendíamos. Mi hijo nunca podría ocupar su lugar ¿De qué me están hablando? ¿No entienden que ningún nieto va a lograr suplantarlo a él?
A pesar de tanto dolor, poco a poco la niebla se fue disipando. Las dosis cada vez más reducidas de medicamentos la fueron trayendo irremediablemente a esta horrible realidad. Tenía que seguir adelante y unas vacaciones sin nadie que tratara de indicarle cómo encarar su vida se le antojaron ideales.
El clima sin embargo le jugaba una mala pasada ¿o quizás estaba en consonancia con su estado interno? Se le ocurrió ir hasta el Torreón del Monje, con ese día y ese clima probablemente estaría desolado ¿Quién pensaría ir, en medio de la tormenta, a caminar por la rambla?

Susana comprobó con placer que había sido una decisión acertada. Los turistas habían desertado. Las olas se estrellaban con violencia contra el acantilado y el viento barría furiosamente la explanada del Torreón.
Esa imagen la retrotrajo a su infancia, a las historias de la abuela Belarmina, la abuela con nombre de hada o de princesa de cuentos que siempre la hechizaba con su caudal de historias fantásticas, tenía una para cada ocasión:
Abu ¿es cierto que el Torreón estuvo habitado por un monje que enloqueció de amor por una india y su fantasma sigue recorriendo la torre?
¡Jajajajajaja! No querida ¡qué idea! Es sólo un invento para los turistas. Nunca hubo un monasterio ni ningún monje allí. Pero el Torreón fue construido en el Acantilado de las Ánimas y de eso sí hay que tener cuidado.
¿Las ánimas? ¿Qué son, Abu?
Almas en pena de personas que se anclaron al sufrimiento y desearon morir para evitar el dolor, no creyeron que podían superarlo y quedaron encadenadas al acantilado.
¿Y están siempre en pena? ¿No pueden dejar el acantilado?
No, no pueden. Quién decide atarse al dolor en vida queda encadenado a él por toda la eternidad. Además, esas ánimas se ocupan de atraer y encadenar a otros porque no soportan la soledad.
¡Abu, no quiero que me encadenen al acantilado!
Entonces encargate de disfrutar al máximo los momentos felices y de dejar atrás los momentos difíciles por dolorosos que éstos sean y nada ni nadie va a encadenarte nunca jamás.
          Esa historia que me ponía los pelos de punta parece hoy cobrar vida: la espuma y las algas dibujan siluetas de cabellos verdosos y túnicas blancas. Decididamente el recuerdo de la abuela Belarmina y sus cuentos me está afectando el cerebro, unos pasos más y estaré a salvo en la confitería.
El viento le dificultó abrir la puerta, el salón estaba en semipenumbra y desolado.
Susana se desplomó en una silla frente al ventanal que daba al mar. Pidió un café con coñac para reconfortarse mientras relajaba su mente.
La tormenta no cedía, muy por el contrario aumentaba su fuerza, los relámpagos la sobresaltaban y cada trueno le hacía revivir el disparo que se había llevado a Alfredo de su lado. Otra vez el recuerdo de Alfredo le punzaba el cerebro. Nunca iba a poder superarlo.
Si al menos la bala nos hubiera atravesado a ambos, estaríamos juntos por toda la eternidad. Si pudieras venir y llevarme a tu lado, todo volvería a ser perfecto.
El aroma del café era delicioso y el calor de la taza le paliaba un poco el frío que le había penetrado hasta los huesos.
¡Maldito enero! ¡Ni que estuviera en Nueva York! Claro que allá caminando del brazo de Alfredo el frío ni lo sentía. ¡Otra vez Alfredo! Sí, siempre Alfredo. Estoy agotada. No logro calmar mi mente. Sólo quisiera dejarme ir, así, suavemente. Lástima que no guardé un par de frascos de tranquilizantes, todo sería más fácil ahora. En fin, tendré que buscar otra manera. De todos modos, seguro que después de la muerte no hay nada, ni felicidad eterna con Alfredo ni tormento eterno con las ánimas en pena. Son puras patrañas. ¡Y todavía tengo que volver a enfrentar la tormenta para volver al hotel!
El toilette está bajando la escalera al fondo.
¡Uffff! ¿A quién se le ocurre algo tan poco práctico al borde del mar? Esta escalera, además de mal iluminada, está inundada de niebla ¡Qué asco! ¡Lo que me faltaba! ¡Casi no se ve nada! Al fin, ahí está la puerta.
¡Perdón! No la ví.
Ay, qué tonta, no era más que mi reflejo en el espejo. Pero parecía… no, no, me estoy dejando influenciar por el clima. Imposible limpiar este espejo empañado. Tengo el pelo hecho un desastre. De todos modos no vale la pena perder tiempo tratando de peinarme, en cuanto salga, voy a quedar hecha un esperpento de nuevo.
Casi no se ve el pasillo ¿Desde cuándo la niebla es tan espesa? ¿Por dónde se sale de este laberinto? No pensé que había caminado tanto acá abajo. ¡Brrr! ¡Qué frío hace! ¿Dónde está la salida?
La bruma la confunde, está muy densa y le dificulta la respiración, siente que se sofoca en ese vapor helado y verdoso, de pronto algo aún más húmedo le roza la cara y ahoga un grito. Vuelve corriendo al toilette y cierra la puerta. El corazón le late tan fuerte como si fuera a saltársele del pecho.
Parece que allí también la sigue la niebla. Casi se puede cortar con un cuchillo ¿Será normal en los acantilados en un día de tormenta? Había un pequeño sillón. Pero ¿dónde?
¡Usted no debería estar aquí!
¡Disculpe! ¡No quise molestarla! ¡No imaginé que estaría limpiando a esta hora! Pero no encontré la salida.
¿La salida? No es difícil. Sólo hay que subir la escalera.
No la ví. Es por la niebla. Está demasiado espesa, como si quisiera impedir que me fuera. Ya sé, parece una locura.
Una locura, sí. Echarle la culpa a la niebla es una locura. Mejor cuide sus pensamientos, no vayan a hacerse realidad.
¡Esta mujer está desquiciada! ¡Claro, trabajando acá, no se puede esperar otra cosa! Es como si estuviera escondiéndose, no logro distinguir sus facciones.
Necesito sentarme un momento para reponerme y recuperar el aliento, luego regresaré al hotel.
¿Sentarse? ¿Acá? Mejor se va mientras pueda.
¡Es el colmo de la descortesía! Aunque tal vez tenga razón, la tormenta empeora. ¿Y si después no puedo salir? ¡No tengo señal para pedir un taxi!
Ningún auto vendría con este clima. Los rayos pueden ser terribles en un día como hoy.
¡Rayos! ¡Lo que faltaba! ¡Ojalá un rayo me parta y me lleve con Alfredo! ¡Ojalá…!

Una gran explosión y una luz blanca incandescente lo cubre todo por un instante. Luego, otra vez la niebla gris y húmeda. El toilette vacío y el piso cubierto de musgo…

Sólo que ahora, el acantilado de las ánimas ha cobrado una nueva presa que, encadenada a las rocas, espera atraer a otros para hacerle compañía.

 © Mirta Mineo - Todos los derechos reservados - Inscripto en el Registro Nacional de la Propiedad Intelectual

lunes, 7 de enero de 2019

¿QUÉ SENTENCIA ME DARÍAN POR ASESINAR A MI SUEGRA?

Este cuento está publicado en la antología "Por amor al arte V" de la editorial Novelarte
que me otorgó una mención especial del Jurado en su concurso del 2018.


Es la pregunta del millón que me quedó resonando en la mente cuando el oculista, al grito de: “¡No la estrangules!”, saltó de su asiento y me separó las manos que estaban, como garras, peligrosamente cerca del cuello de la distinguida señora.
En ese momento tomé conciencia de la tensión de mi cara y del blanco que se me había producido en la cabeza. ¿Cómo llegué allí? Recordaba con claridad que el médico me había llamado para que sostuviera la cabeza de mi suegra quien, buscando siempre ser el centro de cuanto sucediera a su alrededor, no se quedaba quieta y se arriesgaba a terminar con un ojo de menos.
Es cierto que ya había fantaseado varias veces con matarla. Pero ese día había sido distinto. Desde temprano me había dado cuenta de que empezaba a sentir el deseo irrefrenable de asesinarla. No por odio, ni por venganza, cosa que hubiera sido lógica y entendible, sino más bien como un acto de estricta justicia. Al fin y al cabo, ella nunca me había querido, ni siquiera aceptado. Desde ya que la señora hubiera preferido que su adorado primogénito estuviera casado con una gran heredera, siguiendo el ejemplo de su hijo menor, que era su orgullo y la niña de sus ojos.
“No me di cuenta de que no te presenté a mis amigas”. “Todavía no me acostumbro a que mi hijo esté con vos” y “a mi otra nuera es fácil hacerle regalos, pero nunca encuentro nada como para vos”. Esas y otras expresiones de desprecio, mientras ponía cara de nenita perdida, me tenían más que harta. Mi marido, además, ni siquiera registraba esos comentarios, los tomaba como una gracia más de su “mamita”. Eso sí, cuando había problemas, yo era “la buena”, la que se tenía que encargar de resolverlos y sacar las papas del fuego, la otra nuera “no estaba para esas cosas”.
Todos estos pensamientos me acompañaron desde el desayuno. Ya sentada en el consultorio del oculista, no podía concentrarme en otra cosa. Mientras el médico la atendía, sólo podía imaginar el mejor método para desembarazarme de ella. ¿Y si le ponía Malatión en el mate? No, el olor penetrante no se disimularía, mejor ponerlo en un café muy concentrado, ¡ah, pero ella no tomaba café! ¿Disolverle un frasco entero de Valium en la sopa? No sé si hubiera sido suficiente, si se salvaba, no había forma de simular un intento de suicidio: toda la familia sabía que ella odiaba los medicamentos en general y los calmantes en particular. Lo mejor sería hacerlo al volver del consultorio, en la parada del colectivo que estaba justo en la base de una colina que hace la avenida, los conductores bajaban a toda velocidad y, por hábito, casi nunca se detenían allí. Como ella no iba a tener la posibilidad de distinguir lo que pasaba, por las pupilas dilatadas, yo iba a poder gritarle: “ahora” y no creía que pudiera sobrevivir a semejante choque.
En ese estado mental me encontraba yo cuando me llamó el médico. Ella tomó como un chiste el comentario de que estuve a punto de estrangularla. Pero yo me quedé preocupada pensando que ni siquiera hubiera podido argumentar un estado de locura violenta o algo parecido. Mi sensación había sido similar a la que se tiene al matar, por simple reflejo, a un mosquito molesto. 
Pensándolo bien, si analizo mi historia, a mí, mis suegras nunca me quisieron, ¿seré yo, es algo intrínseco a su condición, o la buena relación suegra-nuera no es más que una fantasía inalcanzable?
Recuerdo a la madre de mi primer novio. Nunca llegué a conocerla porque ella vivía a dos mil kilómetros de distancia. En la primera carta que le envió a su hijo, desde que se puso de novio conmigo, ya le estaba reprochando lo poco que iba a visitarla y que seguramente “esa novia” se lo estaba impidiendo.
Con la madre de mi segundo novio las cosas no se presentaron mucho mejor que digamos. Desde el primer encuentro, en ese almuerzo de familia, con tíos, abuela y primos presentes, quedó en claro que me detestaba, sólo por ser la novia de su “único hijo”. Como por azar, quedé sentada frente a ella y su hija, al lado de la abuela de mi novio que estaba en la cabecera de la mesa. La señora comenzó a denostar a una amiga de su hija, recién casada, que odiaba que la suegra fuera todos los viernes a la noche a instalarse en la casa de su hijo, con la excusa de llevarle esa sopa tan rica que a él tanto le gustaba y que la esposa, por supuesto, se negaba a cocinarle. ¡Qué vergüenza enojarse con tan amable señora que viajaba en colectivo con semejante cacerola! La nuera debería ser más comprensiva y tomarse unos minutos para pensar que esa pobre madre hacía tal sacrificio por amor a su único hijo.
Por algún motivo que desconozco, mi suegra se vio en la obligación de agregar que, cuando su hijo se casara, ella iría a verlo todas las veces que le viniera en gana, sin avisar y que nadie iba a poder negarle la entrada. También se ocupó de agregar que aunque él estuviera de novio con un mono, aclarando que no era el caso, ella jamás osaría decir nada.
Un silencio incómodo se hizo entonces en tan amena reunión. No tuve mejor ocurrencia que acotar que si yo hubiera sido la nuera en cuestión, ya le hubiera puesto la cacerola de sombrero a mi suegra, y en el pasillo, para no ensuciar mi departamento. Ante el estupor de la señora, mi novio saltó aplaudiendo mi bromita, sin percatarse del odio pintado en el rostro adusto de su madre, que me hizo la cruz de por vida. Él ni siquiera reparó en el comentario de su “santa madre” con el que dejó sentado que entre todos tenían que comprar un auto grande, porque ellos eran cinco y “siempre iban a serlo”. Con esas palabras dejó sentado que no tenía yo ninguna posibilidad de formar parte de la “sagrada familia”.
Así las cosas, recorriendo mis pasadas relaciones y ese presente que me demostraba a las claras, que con el incentivo necesario, cualquiera puede transformarse en asesino, decidí cortar por lo sano. Un divorcio a tiempo previene muchos inconvenientes. 



viernes, 4 de enero de 2019

LA DECISIÓN DE MARÍA

Este cuento ha recibido una mención de honor en el concurso internacional
"Ensamblando palabras 2018", organizado por el
Instituto cultural latinoamericano

–¡Qué raro, María! ¿Vos llegando tarde? ¿Te pasó algo? –le preguntó Cintia, mientras fumaban en el break.
–Pasé la noche en vela. ¡Estoy agotada! No sé cómo plantearle a Matías que nos tomemos un tiempo. Me siento ahogada en esta relación.
–¿Te volviste loca? ¡Matías te adora! ¿Dónde vas a encontrar otro que esté tan pendiente de vos como él? ¡Te consiente en todo!
María se arrepintió de haber tocado el tema con su compañera de recursos humanos. ¿Qué otra reacción podía esperar? ¡Si era su mejor amiga! Ella los había presentado dos años antes. ¡Siempre se ponía de su parte! ¡Ya estaba harta! ¡Por suerte se había guardado unos días de vacaciones para irse sola en el invierno! Él no podía dejar su nuevo trabajo.
Es cierto que al principio Matías se había mostrado encantador y considerado, la había conquistado con sus múltiples atenciones, tomando en cuenta siempre sus gustos y deseos. Con el tiempo, fue cambiando de manera imperceptible. Iba a buscarla a la salida de las clases de fotografía o del gimnasio, donde se entrenaba en defensa personal. Todos le repetían lo afortunada que era, pero ella comenzó a pensar que detrás de esas actitudes se escondía la necesidad de controlarla y alejarla de sus amistades.
Extrañaba salir de vez en cuando con sus compañeras del club. Le había insistido para que dejara de entrenar, total si ahora estaba él para defenderla. Incluso le había hecho algunas insinuaciones para que cambiara su manera de vestir. ¿No serían las primeras manifestaciones de violencia de género?
–María, ¿puede venir a mi oficina un momento? –la voz de su jefe la sobresaltó, esperaba no tener que quedarse a hacer horas extra.
–Con respecto a las vacaciones que había pedido, lamentablemente no va a ser posible. Justo en esa fecha tenemos una visita del Gerente de Internacionales y muchos eventos que preparar.
Ella se sintió desolada. La excusa de las vacaciones era ideal para pensar tranquila y encontrar la mejor manera de terminar con Matías.
Ya en su casa, siguió pensando el tema. Cuando a las diez de la noche él la llamó para ir al cine, con el argumento de que no había dormido bien, rechazó la invitación. De paso, aprovechó para pedirle unos días, estaba agotada y le esperaban semanas con demasiado trabajo.
–Pero, María, lo que necesitamos es estar más juntos. ¡Nuestro casamiento es a fines de la primavera! Al menos reunámonos para tomar un café y charlar tranquilos frente a frente.
–Bueno, si preferís –cedió ella ya que no tenía planeado terminar mal con él. Tal vez sería lo mejor, llegar a un acuerdo amistoso para separarse.

Nunca imaginó las consecuencias de este encuentro. Fue su último pensamiento mientras volaba sin escalas rumbo al asfalto, veintidós pisos más abajo. Junto con el estallido de sus huesos, la sangre fluyó llevándose su vida.

Allá, en el balcón, una sonrisa de triunfo se esbozó en su boca. Los moretones que él le dejó en los brazos serían la prueba necesaria para justificar legítima defensa. 

 © Mirta Mineo - Todos los derechos reservados - Inscripto en el Registro Nacional de la Propiedad Intelectual